MONOTEÍSMO Y NIHILISMO — Juan Bautista Ritvo I, II y III
Monoteísmo y nihilismo I Por Juan Bautista Ritvo
Según Jean-Luc Nancy1 es preciso desconstruir el monoteísmo cristiano, no destruirlo, ya que se destruye a sí mismo; es, dicho en términos de Nietzsche, la consumación del nihilismo, por medio del cual la plenitud del sentido acaba por identificarse con el sentido de nada: la temática de la “muerte de Dios” pertenece al horizonte del mismo cristianismo.
Al final de su conferencia, dice: “Es así que se plantea la siguiente cuestión: ¿qué sería una apertura que no cayese en el abismo de su propio vacío? ¿Qué sería un sentido infinito que, sin embargo, posee el peso de una verdad? ¿Cómo trazar nuevamente una apertura delimitada, una figura, que no sea, sin embargo, una captación figurativa del sentido (que no sea Dios)? Se trataría de pensar el límite (ese es el sentido de horizó: limitar, acotar) el trazado singular que ‘cierra’ (boucle) exactamente una existencia, pero que la cierra siguiendo la grafía complicada de una apertura (ouverture) sin volver sobre sí (‘sí’ sería ese no retorno mismo) o según la inscripción de un sentido que ninguna religión, ninguna creencia, ningún saber tampoco –y por supuesto ni ninguna servidumbre ni ningún ascetismo– pueden saturar ni asegurar, que ninguna Iglesia puede pretender reunir y bendecir. Por esto, no nos queda ni culto, ni oración, sino sólo el ejercicio estricto y severo, sobrio y, sin embargo, también alegre de aquello que llamamos pensar”.
A este texto, sin duda riguroso, quiero formularle dos objeciones: 1) Librado a sus propios medios el cristianismo no se destruye, no destruye su monoteísmo, lo desplaza. 2) El pensar no supera el nihilismo y está condenado a girar en círculos (“el abismo de su propio vacío”); está condenado a repetir estérilmente, a decirle estérilmente que no a la ecuación hegeliana que homologa cristianismo y filosofía en el supuesto acuerdo del lenguaje figurativo con el especulativo, en el que este último superaría al primero, está, para decirlo enfáticamente y sin rodeos, condenado si no otorga prioridad a la preeminencia del objeto, preeminencia que disputa al cristianismo y sobre su mismo terreno, ya se verá, el ámbito de la carne y de su vínculo extremo con el silencio, ese silencio sobre cuyo fondo emerge todo lo que puede ser válido, apasionadamente válido, para nosotros.
En esta nota inicial me ocuparé de la primera de las dos cuestiones. La tríada originaria de la especulación teológica cristiana –el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo– ha sido cabal aunque “incorrectamente”2 interpretada por Hegel mediante el conocido esquema que parte de un Dios abstracto, anterior a la creación, abstracto pero indiviso, se encarna en el sufrimiento, la división, se pierde en lo sensible (Cristo, “el hijo del hombre”: Cristo velando el horror de su crucifixión anticipada en el Monte de los Olivos), en lo sensible de una violencia que hace que un dios muera humillado, sufra la muerte de un esclavo, de un criminal) y luego se recupera retornando del dolor en la parousía de un universal concreto, la totalidad que puede, reversiblemente, ser leída como la plenitud de la Humanidad o la plenitud de Dios.
Tanto en Hegel como en la propia vida del cristianismo, la noción de sacrificio se ubica en el centro mismo de la mediación –mediación, se sabe, es un término técnico del hegelianismo–.
“Sacrificio” es un vocablo que asociado a sagrado y a suplicio, presenta múltiples sentidos; Lacan, incluso, llegó a hablar de “sacrificio fálico”, pero en un sentido que marcha en dirección contraria al alcance que el término tiene en antropología y en la religión.
Es que no puede disociarse “sacrificio” de la compleja (y terrible) noción de víctima.
Joseph de Maistre pudo plantear (y responder) la inclemente cuestión: si el sacrificio supone una víctima y si ésta, sea humana, animal o vegetal, siempre supone un vínculo, a la vez real y metafórico con el oficiante, que por intermedio de la destrucción de la víctima expía sus pecados, ¿cuál es la necesidad de esta práctica universal?
De Maistre, que es católico y ortodoxo no teme responder mediante la reunión de los opuestos: Dios –dice– es bueno y generoso y es impío pensar que la gente lo ama porque le teme; pero el cielo exige celosamente que el crimen sea expiado por el crimen, que la sangre apacigüe a la sangre.3
l cristianismo, dándole un sentido y una justificación a la historia humana –la historia concebida como historia de la redención del hombre, redención que se consagra en la postulada resurrección de la carne–, ha colocado al sacrificio, función presente universalmente en las diversas religiones, en el corazón mismo del drama humano, de modo tal que puede aspirar a la más perfecta de las reversibilidades: lo que hay de irreversible en el hombre, irreversible porque antes que nada somos seres temporales, tan irreversible como lo es la muerte, el sufrimiento y sus secuelas, irreversible como lo son las consecuencias de las acciones culpables, sobre todo cuando el perdón encuentra un límite en lo imperdonable, puede en el extremo revertirse mediante la expiación, expiación que nunca es más eficaz que cuando se trata de inocentes (otra vez de Maistre): así, en toda historia, individual o colectiva, hay un crimen, un pecado esencial y original, que gracias a la abyección del creyente, a su prosternación ante el dios que pide sangre y la pide desde el fondo de los tiempos, puede transformar el horror en pureza y hacer del dolor un camino hacia la felicidad.
La triple reversión de la muerte, del sufrimiento y del crimen, hacen del cristianismo la más perfecta, la más omniabarcativa de las prácticas de la trascendencia con que cuenta el mundo actual; así el cristianismo aparentemente desplazado por la Revolución Francesa, se encarna en el guillotinamiento del rey, tras lo cual el Terror devorará a todos, a la víctimas y a los verdugos e incluso a los verdugos de los verdugos, hasta que finalmente Napoleón instaure su Imperio.
El desplazamiento del absoluto religioso por el absoluto político, es uno de los resortes fundamentales del mundo moderno.
El monoteísmo, por su parte, no ha cesado de marcar a todas las formaciones sociales, incluso a aquellas que se han declarado explícitamente politeístas. Roma era politeísta, sin duda, pero hubo un Julio César, y Augusto habrá de inaugurar la era imperial. Y cuando hay dos –dos príncipes, dos reyes, dos líderes–, se sabe que la historia de Rómulo y Remo vuelve a repetirse: uno de ellos desaparecerá, será sustituido o se subordinará irrevocablemente.
El ateísmo, así, pertenece por completo a la teología: quienes proclaman la muerte de Dios lo hacen mediante el dispositivo de la Razón, que por definición se supone Una.
En este punto la discusión acerca de la muerte de Dios no puede prescindir de sus figuras, de las figuras que aportó la tradición literaria y que suelen quedar disimuladas bajo el análisis de las representaciones y de los conceptos.
En Jean Paul primero, y luego en Nietzsche, el Dios muerto está en un proceso de putrefacción;4en Nietzsche, incluso, se menciona el hedor del cadáver de Dios que infecta a la tierra.
En estos casos extremos el cristianismo muestra su fuerza –fuerza feroz, seguramente, pero que no es evitable: no podemos desvíar la vista ante ella–, esa fuerza que se enraiza en el llamado insistente a la carne, a la carne sacrificial, al cuerpo místico, ese cuerpo místico que la Modernidad ha fraguado en los límites de la acción política de masas.
- Nancy, Jean-Luc, La descontrucción del cristianismo, ed. bilingüe, prólogo Mónica Cragnolini, La Cebra, Buenos Aires, 2006.
2. Desde luego, la teología tiene mil razones formales para desmentir a Hegel, las que sólo ocultan el rigor trinitario que el filósofo puso en evidencia.
3. De Maistre, Joseph, Sur les sacrifices, Pocket, París, 1994.
4. Jean Paul, Alba del nihilismo, ed. bilingüe, epílogo de Otto Pöggeler, Ágora-Istmo, Madrid, 2005.
Monoteísmo y nihilismo (Segunda parte) Por Juan Bautista Ritvo
Sin embargo no hemos aún agotado la función del sacrificio; es que he puesto el acento, siguiendo la pista de de Maistre, en las exigencias de un dios terrible, pero el papel que allí juega el creyente (tomo este término en la mayor de las extensiones, puesto que incluyo al creyente político y hasta, por razones bien notorias, al futbolístico) permanece velado.
Mircea Eliade nos habla del sacrificio humano practicado por una tribu de Bengala hasta mediados del siglo XIX, cuando los ingleses prohibieron el rito y entonces suplantaron a la víctima consagrada (el meriah, ofrecido voluntariamente para ser muerto) por machos cabríos o bueyes. El meriah era sagrado y se lo adoraba; tras orgías celebratorias se lo drogaba con opio, se le machacaban los huesos y su cuerpo, cocinado, se repartía entre los grupos para que se enterrara en sus pedazos y se regenerara la tierra.
Eliade habla de un rito que reproduce la creación mítica ab initio de fuerzas sagradas expuestas periódicamente a la muerte y resurrección consiguiente1.
Pero, se advierte de inmediato, esta teoría más que una teoría es una duplicación de la concepción de los mismos indígenas.
Hay una frase del sutil y melancólico Joseph Roth que tiene una relación por completo indirecta con nuestro tema, pero que puede, inesperadamente, abrirnos a la comprensión de algo milenario; dice en una de sus novelas refiriéndose al emblema de la casa borbónica, abandonado cuando Napoleón retorna del exilio y llega a París para su último reino de cien días: “La flor de la casa real era la lis virginal e inaccesible.”2
María Zambrano dice que el hombre, en el sacrificio, entrega una parte para quedarse con el resto3; pero si lo sacrificado tiene una función metonímica (o más estrictamente sinecdóquica), ¿qué clase de parte es esa parte? Es la parte inocente; la inocencia jamás puede ser total, salvo en el caso del nonato, que no ha nacido todavía como sujeto –el santo ya no es sujeto sino objeto; y cuando se sacrifican o un hombre o un animal en total, sólo interesan sus partes: riñón, corazón, vísceras en general.
¿Qué es lo “virginal e inaccesible”?
En estos tiempos y por la notoria influencia de Heidegger y también de Rilke, se suele hablar de lo abierto, de la apertura del hombre a la trascendencia; debería destacarse ( y con no menor énfasis) que esa apertura es un falso infinito si no se la conecta con su aparente contrario: lo cerrado, que es precisamente (no tengo mejores términos para calificarlo) virginal e inaccesible; algo en cierto modo intocado e intocable y que, no obstante, escondido y hasta confinado en su reducto, nos determina hasta lo más íntimo de nosotros mismos sin que podamos reunirnos con él –o con eso, diría–.
En otras épocas que juzgamos más crueles que la nuestra (cosa de la cual no estoy para nada seguro) la ejecución de los criminales era pública; pública y festiva: en el momento último del sacrificio (y se sabe: el criminal maldito, infame, puede ser identificado con su contrario, el puro) se esperaba que algo de esa intimidad guardada e inaccesible, algo de esa raíz de la vida y de la muerte que a todos se nos escapa sin remedio se llegara a manifestar, como si se tratase de una luz perdurable, totalmente inalterada.
El hecho notorio de que el problema de los orígenes retrocede cada vez más y sin solución en todas las disciplinas positivas; el hecho de que como bien destacó Dumézil en el prefacio a la obra de Eliade citada… “Da lo mismo colocarse en el siglo XX o seis mil años antes, porque no se llega nunca muy lejos en la vida de ningún fragmento de la humanidad; nunca nos encontramos sino ante los resultados de una maduración o de accidentes que han ocupado decenas de siglos…”, nos sensibiliza en extremo para comprender el problema de lo cerrado, que es exactamente la cuestión decisiva del sacrificio y que nos prepara para pensar del modo más adecuado e inquietante el lugar único del cristianismo en nuestra cultura.
Lo abierto tanto como lo cerrado participan de una carácterística, característicamente negativa: carecen de nombre y ello es causa de nominaciones siempre insuficientes, pero se diferencian en su perspectiva; lo abierto es la lejanía que me atrae y me lleva de red en red de lugares por el intervalo menor de mis recursos, sea el intervalo entre la vigilia y el sueño o entre un discurso y otro, o entre un cuerpo y otro; lo cerrado, en cambio es lo más entrañable, lo más íntimo de mí mismo de lo cual estoy separado, separado por el intervalo mayor de lo abierto que me circunda, precisamente.
Si dejamos por el momento de lado la relación que pudiera haber entre el intervalo menor y el mayor (no se puede pensar una relación de encastre ni de diferencia cuantitativa4), se impone que lo abierto remeda lo que la teoría tradicional de las causas llamaba causa final y lo hace con una finalidad que constantemente es finalidad sin fin, propia de un tiempo irreversible que carece de redención final.
Lo cerrado también remeda, como si se tratase de una farsa involuntaria, a otra causa, la denominada causa eficienteen lo que tiene de virginal, de inaccesible, de pureza estéril y hasta inútil –su ciclo temporal es reversible, entonces cíclico–.
El acto sacrificial, en lo que tiene de feroz e incluso de delirante, pretende llevar lo cerrado ante lo abierto mediante la violencia ejercida sobre la materia; pretende revelarlo gracias a la fuerza que lo abre y así lo consagra al aniquilarlo para que resurja; un proceso de regeneración que hace de lo muerto el alimento presunto de lo vivo y de esta forma conecta ambiguamente los dos planos, el profano con el sagrado.
Si hablo de ambigüedad5 es porque el creyente (y en definitiva cualquier sujeto, ya que es una dimensión imaginariamente real de la transferencia) intenta, a la vez, colmar al Otro y darle algo para que no se quede con todo; en algún punto sabemos que lo indiviso jamás será abierto y cualquier intercambio organizado en su torno está condenado al fracaso. No obstante, el sujeto resiste y perdura en su ilusión que parece connatural al inconsciente. Las vicisitudes del Super-Yo confirman este aserto.
La expresión freudiana “Super-Yo” carece de sentido si no se la piensa como la designación de una inversión de la ley de las generaciones: el sacrificio del hijo para salvar al padre de sus pecados; mas tal salvación opera en un punto donde las discriminaciones ya no pueden conservar su nitidez ¿darle algo al padre para que no se quede con todo o consagrar su potencia mediante la ofrenda melancólica?
Aquí está la pendiente del goce: un movimiento sin detención que la acción sacrificial detiene, en el límite, a un costo altísimo.
- Eliade, Mircea, Tratado de historia de las religiones, Ediciones Cristiandad, Madrid, 1974, tomo II, pp.116/129.
2. Roth, Joseph, Los cien días, Leviatán, Buenos Aires, 1990.
3. Zambrano, María, El hombre y lo divino, F.C.E., México, 2005, p. 39.
4. Admitiendo, por hipótesis, que lo cerrado sea literalmente indiviso, habría que pensar que el intervalo menor y el mayor son ambos entre-dos, pero el menor lo es entre dos fronteras experimentables, mientras que el mayor lo es entre una frontera experimentable y significable y otra no experimentable e insignificable. No es lo mismo y no es poco decir que la frontera entre palabra y palabra sea de otro tenor que la que hay entre vida y muerte.
5. Véase Sperling, Diana, El sacrificio y la ley, La Docta, Córdoba.
Monoteísmo y nihilismo (Tercera parte) Por Juan Bautista Ritvo
Repito el final de la conferencia de Nancy: “Por esto, no nos queda ni culto, ni oración, sino sólo el ejercicio estricto y severo, sobrio y, sin embargo, también alegre de aquello que llamamos pensar”.
Ahora bien, si nos quedamos en el terreno del pensamiento, dudo mucho que pudiéramos hacer otra cosa que recorrer, monótona, estéril, obsesivamente el círculo mecánico, imperioso como un silogismo escolar y sin embargo profundamente resistente que va del monoteísmo al nihilismo y de aquí de vuelta hacia aquél. De otra parte, en un nivel más radical, nivel que muy pocas veces se interroga: ¿qué significa exactamente “pensar”? (Es perfectamente superfluo rechazar el culto y la oración, invocar la sobriedad y hasta la alegría spinoziana, sin saber de qué hablamos.)
En primer lugar, creo que lo que llamamos “pensar” nada tiene que ver ni con la interiorización de la conducta, ni con el mero cálculo (que es propio del álgebra mas no del pensar) sino con un estatuto intermediario, cíclico y evanescente, cíclicamente evanescente, entre la palabra y el referente; en segundo término, es la huella, huella viviente, intermitente, de esa huella mecánica que se confunde con el significante, el vestigio de lo que a falta de otro vocablo llamaré héteroafección: así como se suele decir –y dar por obvio– que no hay sentir sin sentirse1, dicho que censura que nadie puede pasar del sentir al sentirse sin antes sentirlo, sentirlo al Otro, sentir su cuerpo, haber experimentado el tacto del cuerpo original2, el materno; la separación entre el cuerpo del sujeto y el cuerpo del Otro, es la hiancia originaria, el ofertorio (apertura y oferta) confundido con la flotación del sentido, con el vértigo de la ausencia, con el vestigio de la carne del mundo, hiancia y ofertorio al que convenimos en denominar “pensar” toda vez que el eclipse (la fijación) a la cadena significante se vuelca más allá de la reflexión en otro tipo de eclipse, desvanecimiento (o “marchitamiento” para emplear una expresión familiar del léxico de Lacan) en y por el hallazgo de objeto.
Ese vuelco, ese giro mismo es el “pensar”; pero se advierte que sólo lo es a posteriori de haber hallado por la vía extática (es decir, por la vía de salir de sí hacia afuera) un objeto nuevo: el nuevo objeto es garantía de que la esterilidad ha sido al menos circunstancialmente evitada.
Curiosamente, el pensar que cierta tradición puramente imaginaria quiere identificar con la autotransparencia, con el dominio de sí y el control del objeto, sólo merece el nombre de tal cuando gira en el vértigo del objeto y entonces, lejos de ser lo contrario del afecto pasa a ser idéntico a él; el pensar es patético conforme a la fórmula de Artaud que retomó Blanchot: pensar es sufrir; el pensar es indesligable de la intensidad del cuerpo.
II. Así, el pensar se diferencia de la rumia obsesiva, cuando se objetiva en obras, en realizaciones, sean momentáneas o permanentes. El pensar vale tanto cuando vale las novedades que impulsa y si es cierto que hay un desvelamiento en juego, ese desvelamiento que suele asociarse a la idea de verdad, no se trata del mero desvelamiento de la cosa sino de la producción de una cosa que genera desvelamiento y permite su sostén.
Esta intensidad del cuerpo que convenimos en denominar “pensar” cede no cuando se refugia en alguna peregrina forma de interioridad pura, sino cuando entrega la iniciativa a las palabras capaces de dar forma a las sustancias con que se topan de improviso.
¿De qué sustancias hablo? Quisiera evocar aunque un tanto circunstancialmente el bello texto de Edward Said sobre la obra del novelista Conrad.
“Podemos suponer –dice– que durante la escritura de sus novelas una zona esencial de la imaginación de Conrad estaba llena de sustancias en torno a las cuales se organiza una gran cantidad de acción narrativa: el oro de Lingard, el marfil de Kurtz, los barcos de los marineros, la plata de Gould, las mujeres que atraen a los hombres hacia el azar y la aventura. Una enorme proporción de la tensión de las novelas de Conrad se genera por tanto cuando el autor, el narrador o el héroe intentan hacernos ver el objeto que tira incesantemente de la historia, del pensamiento o del discurso”3.
Esas sustancias no están sólo presentes en la obra del novelista; aunque permanezcan en un segundo plano, más discreto, también operan en el pensamiento llamado “abstracto” agijonéandolo, llevándolo por derroteros situados más allá de las previsibles rutas de los textos tutores, de las bibliografías aceptables, de los comentarios autorizados, del lenguaje acépticamente proposicional.
Dichas sustancias, a la vez fuente y obstáculo de toda creación significante, no son ajenas a lo que Hegel, en sus textos tempranos denominó “la noche del Espíritu”.
Cito, por vía de sugerencia y para (no) terminar este bello texto que hace muchos años citó Kojévé y que luego volvió a citar Bataille y que ahora cito en la cuidada versión de Ripalda:
“El hombre es esta noche, esta vacía nada, que en su simplicidad lo encierra todo, una riqueza de representaciones sin cuento, de imágenes que no se lo ocurren actualmente o que no tiene presente. Lo que aquí existe es la noche, el interior de la naturaleza, el puro uno mismo, cerrada noche de fantasmagorías: aquí surge de repente un cabeza ensangrentada, allí otra figura blanca, y se esfuman de nuevo. Esta noche es lo percibido cuando se mira al hombre a los ojos, una noche que se hace terrible: a uno le cuelga delante la noche del mundo”4.
¿Cómo es posible homologar las sustancias de que hablo con el “puro uno mismo”?
El ahondamiento de tal punto nos llevará más lejos y al mismo tiempo nos acercará a esta tesis que quiero sostener: el pensar sólo zafa de la mera rumia y alcanza lo nuevo cuando por la vía de la negatividad produce un nuevo objeto que afianza la dignidad del sujeto.
- Marion, Jena-Luc, Acerca de la donación, UNSAM, Universidad Nacional de San Martín, Bs. As. 2005, p.61. Mi referencia es crítica con respecto a Marion, cuyo trabajo es sin duda riguroso.
2. El término “original” es aquí sinónimo de “comienzo” en el sentido estructural del término, sin ninguna afirmación del origen como causa eficiente.
3. “Conrad: la presentación de la narración”, en Said, Edwardw, El mundo, e l texto y el crítico, Debate, Buenos Aires, 2004, p. 149.
4. Hegel, G.W.F., Filosofía real, edición de José María Ripalda, Fondo de Cultura Económica, Madrid, 2006, p. 154.
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